PABLO PEŅA ALMAGRO
 

 

CAPITULO I

No sé si recordaré todo con detalle pero la granja era una buena granja, la recuerdo como en un sueño, allá, cerca del río, en un llano donde la brisa corre gentil y mueve las copas de los árboles que aquí y allá crecen en torno a ese grupo de casas blancas, como apiladas una contra la otra, pero no desordenadas, cubiertas con teja roja que es la costumbre por el lugar, casas que eran el escenario donde tantas gentes empleaban buena parte de su vida, gentes que por aquellos patios y corrales fueron dejando paso a paso su anónima existencia de forma no muy distinta a como todos la vamos dejando allá donde la fortuna ha decidido ponernos. Aquellas casas, blanqueadas de cal, surgían como una aparición al torcer una curva en el camino que venía del pequeño pueblo donde nada había cambiado desde hacía más de cien años, si no fuera porque los niños se hacían jóvenes, los jóvenes hombres y los hombres ancianos de quienes se guardaba algún recuerdo después de haber acabado su paso por éste, el mundo de los vivos, y de este modo, lo único que cambiaba con el paso de los años, no era otra cosa más que los rostros de los que, antes del canto del gallo, salían a esos campos para sacar de la tierra el producto necesario para mantener las necesidades de los que, siendo carne de su carne, había que procurar sustento hasta el día en que cada uno por sí mismo, o por haber encontrado hombre que se lo procurase en el caso de las hembras, pudieran no depender de quien le diera la misma vida.La granja era de renombre en toda la comarca desde hacía ya mucho tiempo de forma que parecía que siempre había estado allí, y ya casi nadie recordaba como Germán, “el cabrero”, tuvo que trabajar para construir la primera casa y el primer establo, piedra a piedra, en un lugar tan apartado del pueblo, y cómo tuvo que aguantar las risas y burlas de la gente que no entendía que nadie quisiera luchar por un sueño, por un imposible, por algo que nunca podría resultar pero que ahora, después de tanto sudor, era una esplendorosa realidad que gobernaba su nieto, al que ya nadie apodaba “el cabrero”, de modo que Germán, desde donde quiera que estuviera, seguro que se sentiría orgulloso al verla.

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