PABLO PEŅA ALMAGRO
 

 

 

CAPITULO I
Solo, dos amigos

Joseph Luis Miranda estaba tocando al timbre de la puerta de la pequeña mansión donde residía doña Catalina. Con los años, aquella amistad se había afianzado cada vez más y, aunque la señora llevaba ya algún tiempo retirada de toda actividad empresarial, Joseph Luis acudía regularmente a aquella casa con la sola intención de charlar con su vieja amiga.
Pasados unos momentos, la puerta se abrió y tras ella apareció la figura de aquella señora impecablemente vestida y peinada de peluquería. Los años no le habían restado presencia ni elegancia, y de ese modo seguía luciendo aquel porte, al igual que siempre lo había hecho desde que Joseph Luis la conociera hacía ya más de diez años, allá por el 1995. Por aquellos tiempos doña Catalina manejaba las riendas de la que era su empresa, una fábrica de ropa en la que se desarrollaba desde el diseño hasta la distribución, pasando por la confección y comercialización. Aquella había sido la empresa a la que había dedicado toda su vida, a la que se había entregado en cuerpo y alma, controlando, aunque siempre de un modo gentil, cada uno de los pormenores que constituían el proceso de producción. Pero todo aquello ya había quedado atrás y, como ella misma había dicho alguna vez, “cuando se tienen más de 65, pocas cosas quedan ya que no estén ligadas a algún recuerdo”.
No le fue nada fácil alejarse de la que había sido la empresa de su vida, pero al fin, el paso del tiempo acaba venciéndonos a todos.
Hacía ya un año, dos meses, doce días y cinco horas desde aquel día plomizo del mes de noviembre en el que doña Catalina salió de las oficinas donde siempre había estado su despacho, justo encima de la sala en la que se encontraba el taller de costura, sabiendo que aquella sería la última vez, que ya

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